¿Infiernos?
Entre el 31 de enero y el 1 de febrero de 1941 Pier Paolo Pasolini escribe a su amigo de la adolescencia Franco Faroli:
”La amistad es una cosa muy bella. La noche de la que te hablo cenamos en Paderno y después, en medio de la negrura sin luna, subimos hacia Pieve del Pino, vimos una cantidad enorme de luciérnagas, que formaban bosquecillos de fuego en medio de los setos de zarzas, y las envidiamos porque se amaban, porque se buscaban con amorosos vuelos y luces, mientras que nosotros estábamos secos y no éramos más que machos en un vagabundeo artificial.
Pensé entonces en qué bella era la amistad y las reuniones de muchachos de veinte años que ríen con sus varoniles voces inocentes y no se preocupan por el mundo que les rodea, siguiendo adelante con su vida, llenando la noche con sus gritos. Su virilidad es potencial. Todo en ello se transforma en risas, estallidos de hilaridad. Nunca su fogosidad viril se muestra tan clara y perturbadora como cuando perecen haber vuelto a ser niños inocentes, porque en su cuerpo sigue siempre presente su juventud total, alegre.»
En medio de una negrura sin luna, una cantidad enorme de luciérnagas dibujan formas de fuego —intermitentes, mínimas— que asoman —apenas, tenues— en la oscuridad. Una danza de luz y amor. Un encuentro en la oscuridad, pasajero. Al mismo tiempo, una analogía con el tiempo y el estado de exaltación que contiene el germen o la posibilidad de la sublevación, de la resistencia, de iluminar la noche o, al menos, habitarla.
Pequeñas historias en medio de la gran historia. Historias de cuerpos y deseos.
«Así estábamos esa noche; trepamos luego por los flancos de las colinas, entre zarzas que estaban muertas y su muerte parecía viva, atravesamos vergeles y cerezales cargados de guindas, y llegamos a una alta cima. Desde allí se veían claramente dos reflectores, muy lejos, muy feroces, ojos mecánicos a los que era imposible escapar, y entonces fuimos presa del terror de ser descubiertos, mientras que los perros ladraban y nosotros nos sentíamos culpables, y huimos a la espalda, a la cresta de la colina. Encontramos entonces un claro herboso, en un círculo tan reducido que seis pinos a poca distancia unos de otros bastaban para rodearlo; nos tendimos allí, envueltos en nuestras mantas y conversando agradablemente, oíamos el viento soplar y causar estragos en los bosques, y no sabíamos dónde nos hallábamos ni qué lugares nos circundaban. A los primeros resplandores del día (que son algo indeciblemente bello) nos bebimos las últimas gotas de nuestras botellas de vino. El sol parecía una perla verde. Me desvestí y dancé en honor de la luz; estaba totalmente blanco, mientras los demás, envueltos en sus mantas como peones, temblaban al viento.»
Ojos mecánicos amenazantes de luz. La pura luminosidad que enceguece, que hace desaparecer lo particular. El terror del descubrimiento y la posibilidad de resistir en la huida, en un claro, en los márgenes (el desplazamiento de la oscuridad). Finalmente, el baile en la vigilia. Pasolini se desnuda como un gusano, dirá Didi-Huberman, haciendo alusión —un fulgor de la imagen— a la danza sin propósito de Ninetto Diavoli en
La sequenza del fiore di carta de 1968.
Pasolini teoriza, continúa Didi-Huberman —o afirma como una tesis histórica— la desaparición de las luciérnagas: “La cuestión de las luciérnagas sería, pues, ante todo política e histórica.” (17). El 1 de febrero de 1975 (34 años después) escribe “El vacío del poder en Italia”, también conocido como “El artículo de las luciérnagas”.
“La tesis es la siguiente: es un error creer que el fascismo de los años treinta y cuarenta ha sido vencido.” (18). Habla luego de «genocidio cultural»: “El «verdadero fascismo», dice, es el que la emprende con los valores, con las almas, con los lenguajes, con los gestos, con los cuerpos del pueblo.” (21) La luz de los totalitarismos enceguece, desdibuja los contornos de las singularidades, esto es, administra la desaparición de lo humano:
“En lo más profundo de la noche, somos capaces de captar el menor resplandor, y es la expiración misma de la luz la que nos resulta todavía visible en su estela, por tenue que sea. No, las luciérnagas han desaparecido en la cegadora claridad de los «feroces reflectores»: reflectores de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión.” (22)
Al mismo tiempo, se disputa la aparición y exposición de los pueblos y de los poderes: «La crisis de las democracias puede comprenderse como una crisis de las condiciones de exposición del hombre político» (Benjamin). De esta forma, la supervivencia de las luciérnagas —o su posibilidad— se erige como “Un manifiesto a favor de la defensa de los espacios políticos, de las formas políticas (el debate, la polémica, la lucha…) contra la indiferenciación cultural.” (31)
Supervivencias
”… ¿han desaparecido verdaderamente las luciérnagas? ¿Han desaparecido todas? ¿Emiten aún —pero ¿dónde? — sus maravillosas señales intermitentes? ¿Todavía en alguna parte se buscan entre sí, se hablan, se aman, pese a todo, pese al todo de la máquina, pese a la noche oscura, pese a los reflectores feroces?” (33)
Para pensar en la supervivencia de las luciérnagas Didi-Huberman se detiene en su aparecer intermitente para pensar, junto a Benjamin, en el carácter discontinuo de las imágenes:
“¿Cómo no pensar, en este punto, en el carácter «discontinuo» de la imagen según Walter Benjamin, noción destinada precisamente a comprender de qué modo los tiempos se hacen visibles, cómo la propia historia se nos aparece en un resplandor pasajero que hay que llamar «imagen»? La intermitencia de la imagen-discontinua nos remite a las luciérnagas, desde luego: luz pulsante, pasajera, frágil.” (34)
Las luciérnagas y las imágenes aparecen entonces como posibilidad de irrupción. Una aparición como un resplandor pasajero, intermitente. Esa es la materialidad —pulsante, pasajera, frágil— de la imagen benjaminiana: imagen dialéctica que une el pasado con el presente como un relámpago. Imagen-luciérnaga que habita la oscuridad:
“Sería algo criminal y estúpido colocar a las luciérnagas bajo un reflector creyendo observarlas así mejor. Lo mismo que de nada sirve estudiarlas habiéndolas matado previamente, pinchadas sobre la mesa de entomólogo o miradas como viejas cosas presas en ámbar desde hace millones de años. Para conocer de las luciérnagas hay que verlas en el presente de su supervivencia: hay que verlas danzar vivas en el corazón de la noche, aunque se trate de esa noche barrida por algunos feroces reflectores. Y aunque sea por poco tiempo. Y aunque haya poca cosa por ver: hacen falta alrededor de cinco mil luciérnagas para producir una luz equivalente a la de una única vela. Lo mismo que hay una literatura menor —como lo han demostrado Gilles Deleuze y Félix Guattari a propósito de Kafka—, habría también una luz menor que posee las mismas características filosóficas: «un fuerte coeficiente de desterritorialización»; «todo en ella es político», «todo adquiere un valor colectivo», de manera que todo en ella habla del pueblo y de las «condiciones revolucionarias» inmanentes a su propia marginalización.” (39)
Una danza en las tinieblas que encuentra el Antes con el Ahora y se abre a constelaciones futuras. Una heurística del y en movimiento.
Imágenes
Hay algo de la imagen que resiste. Una resistencia en la oscuridad, de las luces enceguecedoras. Un saber de la imagen que sobrevive, que sobrevuela. Un “Saber-luciérnaga. Saber clandestino, jeroglífico, de las realidades constantemente sometidas a la censura.” (105). Un saber de la imagen ante el tiempo. Un tiempo que la excede, de pasados sobrevivientes como fantasmas y de profecías que se anuncian, se anticipan en su propio presente: “…las «imágenes-luciérnagas» pueden ser vistas no sólo como testimonios, sino también como profecías, previsiones, sobre la historia política en devenir (…)” (107)
Una supervivencia de las imágenes, de las luciérnagas, de la experiencia. Un espacio de resistencia de la experiencia, más allá de la destrucción: “Así, pues, no hay que decir que la experiencia, en cualquier momento de la historia, haya sido «destruida».” (115)
Una experiencia también colectiva. De pueblos que resisten:
“Los reinos (…) tienden, ciertamente, a reducir o someter a los pueblos. Pero esta reducción, por extrema que sea, como en las decisiones de genocidio, siempre deja restos, y los restos casi ocurren sin movimiento: huir, esconderse, enterrar un testimonio, irse a otra parte, encontrar la tangente…” (115-116)
Un movimiento a contrapelo de la historia, de la historia del arte. Un asistir a la resistencia, desde los márgenes. Un acopio de los restos. Una historia de los restos. O, más más bien, un montaje de los restos, de la memoria que esos restos evocan. Aún más: “Supervivencia de los signos o de las imágenes cuando la supervivencia de los protagonistas mismos se halla comprometida.” (116)
De esta forma, la imagen-luciérnaga surca las posibilidades de la resistencia del mismo modo en que lo hacen los pueblos-luciérnagas:
“No vivimos en un mundo, sino entre dos mundos al menos. El primero está inundado de luz, el segundo surcado de resplandores. (…) …por los márgenes, es decir, por un territorio infinitamente más extenso, caminan innumerables pueblos sobre los cuales sabemos demasiado poco y para los cuales, por tanto, parece cada vez más necesaria una contra-información. Pueblos-luciérnaga cuando se retiran en la noche…” (120)
Y, extrapolando las analogías a nuestra historia (del arte) o a nuestro montaje de la memoria del arte contemporáneo de Tucumán, podemos nombrar a las imágenes-luciérnagas, a las imágenes como síntoma de nuestros pueblos, de nuestros territorios, que dibujan el cielo —aún oscuro, aún en penumbras, pero, como venimos insistiendo, en una oscuridad como espacio de posibilidad— la obstinación de un deseo en movimiento, en huida: “Lo que aparece en estos cuerpos de la huida no es otra cosa que la obstinación de un proyecto, el carácter indestructible de un deseo” (121-122) Un proyecto de provincia, tal vez, de su definición o de sus imposibilidades. En una de las etimologías de la palabra Tucumán propuestas por Nicolás Avellaneda hay una referencia directa a las luciérnagas que Adán Quiroga vuelve aún más específica:
“Curioso es, y alguna vez me ha preocupado, observar en esta cuestión que en Catamarca y demás provincias contiguas hay un coleóptero de ojos muy brillantes que se denomina tucu ó tuco, y que muy bien Tucu-man pudiera traducirse por “hacia los tucus”, o el país donde hay tucos. El tuco nuestro es especialísimo, y no es la conocida luciérnaga, que en el idioma quichua se llama ninaqueru, y a la cual hasta hoy se denomina linaquero.” [2]
Transitar la distancia entre los tucus[1] y las luciérnagas es detenerse en los detalles, en los márgenes —políticos, imaginarios, territoriales— para demarcar nuestro posicionamiento frente a la historia. Un deseo. Una organización de nuestro pesimismo. Una protesta, una sublevación, una obstinación contra los relatos de pura luz, de síntesis:
“Imágenes, pues, para organizar nuestro pesimismo. Imágenes para protestar contra la gloria del reino y sus haces de dura luz. ¿Han desaparecido las luciérnagas? Desde luego que no.” (124)
Citas
[1] “Tucu, significa luz; y se llaman popularmente “tucus” las luciérnagas que bordan con sus brillantes chispas el manto azulado de la noche en los trópicos; iman es cabeza. Tendríamos de tal manera en Tucuiman: Cabeza de luz o cabeza luminosa, y que el caudillo de los Calchaquíes fue saludado con este nombre. Los idiomas indios, por su carácter mismo aglutinante, son a veces singularmente expresivos.”
[2] Recuperado de https://revistalasgargolas.wordpress.com/2020/11/26/tucuman-una-etimologia-viii/